PARA IRUNE EN SU DECIMOSEGUNDO
CUMPLEAÑOS. Mayo 2009
Sube a lo alto de la montaña hija mía, sube despacio, sin prisa,
Cuando estés arriba en la cima, levanta la cabeza,
Siente el calor del sol en tu cara, cierra los puños,
Coge aire, hincha los pulmones,
Extiende los brazos, abre las manos con fuerza y GRITA,
Grita con la boca, con los ojos, con las tripas.
Que tu grito recorra las cuencas de los ríos, invada los valles y
golpee las montañas.
Que cada árbol, cada planta, cada piedra escuche tu grito.
Porque tú, hija mía… Estas arriba y estas viva.
Esto es lo último que te escribí.
Fue hace nueve años y leído hoy parece una broma macabra del destino.
A pesar de que sé que jamás
leerás estas líneas, de nuevo te vuelvo a escribir.
Cuando te fuiste el mundo se
derrumbó a mí alrededor, el tiempo se detuvo y no entendía nada. Necesitaba
ayuda para asimilar lo imposible y decidí acudir a una psicóloga para intentar
poner en orden el caos que inundaba mi mente.
La psicóloga me aconsejaba
escribirte, pero me era del todo imposible. Podía hablar y escribir de mi
dolor, describir como me sentía; sin embargo, era completamente incapaz de dirigirte unas
líneas. Probablemente, de una manera inconsciente, pensaba, que si lo hacía,
sería una despedida y yo no quiero despedirme, sería situarte en el pasado y
eso es algo que ni quiero ni puedo porque siempre formaras parte de mí.
Ante mi incapacidad, decidí poner
un límite temporal para afrontar la
situación; mejor dicho, decidí que tu pulsera me indicase cuando debería escribirte;
esa frontera sería cuando tu última pulsera, perdiese su integridad y se
desprendiese de mi muñeca.
¿Te acuerdas de las pulseras de
hilo que me hacías?
Son las únicas joyas que he
llevado. Ni anillos, ni medallas, ni relojes. El único adorno en mi cuerpo han
sido tus pulseras.
¿Recuerdas que siempre debía vestir dos, y que cuando una de
ellas se rompía, te decía que tenías que hacerme urgentemente una nueva?
¿Te acuerdas que te decía que
estaba en peligro, que podía pasar cualquier cosa si se rompía la segunda y mi
muñeca quedaba desnuda?
Al poco tiempo de irte se me
rompió la roja y blanca. Tu ama me hizo una igual para sustituirla. La otra; la
lila, verde y azul, poco a poco se va deshilachando, sus hilos se van
rompiendo; aunque aún siguen formando una frágil unidad.
El presenciar la lenta
descomposición de tu última pulsera me hace pensar en esos recuerdos que,
despacio pero de forma inexorable, van abandonando mi mente. Me gustaría poder
guardar como un tesoro cada instante de tu vida, esa vida que nos hizo tan
feliz a tu ama y a mí, esa vida que un maldito 5 de septiembre desapareció
dejándonos anclados en este oscuro silencio.
Sé que de manera inevitable,
algunos recuerdos se irán borrando y lo peor es que, lo que se olvida se ignora
que es olvidado; sin embargo, otros quedaran grabados para siempre.
¿Recuerdas el leoncito que tiene
una cremallera en la barriga?
Cuando no me veías, a escondidas, metía unas monedas en su
interior y vaya sorpresa que te llevabas cuando descubrías que dentro del
leoncito aparecía dinero. Me preguntabas si era yo el que lo ponía ahí. Te
contestaba que no, que yo no sabía nada y tú me creías.
Era una
ilusión, como la del Olentzero; pero a lo largo de todo el año. Esto se
repitió hasta el día que dejaste de
creer. Me dijiste muy seria “me has engañado”. Entonces me di cuenta de que te
estabas haciendo mayor
.
El leoncito siguió, como otras
muchas cosas de tu niñez, haciéndote compañía en tu habitación, y ahora que ya
no estas, cuando lo veo en la estantería de tu cuarto, no puedo evitar
acordarme y sentir una enorme ternura acompañada de otra también enorme
tristeza.
Como te decía antes, estaba a la
espera de que tu ultima pulsera se desprendiera de mi muñeca para escribirte;
pero no es necesario esperar. Ha pasado un año, nueve meses y diez días desde
tu partida y aunque la pulsera todavía aguanta, me veo con fuerza suficiente
para hablarte.
He pensado mucho sobre lo que
deje de decirte. Creo que no te dije todo lo que te quería; pero eso da igual,
sé que lo sabes y, ni tú ni yo, hemos sido de grandes demostraciones de cariño,
no tengo ninguna duda de que te sentías profundamente querida.
Hay algo de lo que si me arrepiento,
algo que no te dije, que no creo que supieras y que hoy quiero escribirte:
Irune, estoy enormemente
orgulloso de como eras
.
Tampoco sabrás que muchas veces
le decía a tu ama en tono de complicidad “lo estamos haciendo bien” para añadir
luego “no todo es mérito nuestro. Hay materia prima”.
Me arrepiento que te hayas ido sin
saber el inmenso orgullo que siento al tenerte como hija. Sin duda eres lo
mejor que me ha pasado y me pasará.
Tu carácter, tu inteligencia, tu
talento, tu valentía y decisión, pero sobre todo, el hecho de ser buena
persona, con lo que todo esto conlleva, han hecho de mí un padre feliz y
orgulloso, por lo que solo puedo darte las gracias por estos 19 años que hemos
compartido. Solo se me ocurre una cosa peor que haberte perdido; el no haberte
tenido.
Hija mía, todos los días veo, leo
y oigo cosas que me gustaría compartir contigo. Es increíble que a pesar del
tiempo pasado, siempre que veo algo que me agrada pienso de forma casi automática:
“tengo que decirle a Irune que vea esto o lea aquello”; pero inmediatamente un golpe de cruel realidad
me devuelve a lo imposible. Es un hábito que creo que nunca me abandonará.
¡Que solos nos has dejado! Tu
madre y yo estamos intentando adaptarnos a esta nueva vida, pero es tan duro…
¡Tu madre!... Tu madre me ayuda a
no darme por vencido, y yo a ella. Somos dos caminantes con heridas en el alma
que a trompicones avanzamos inmersos en una niebla de dolor. Nos usamos el uno
al otro como una muleta y cada paso es un equilibrio para no caer. Nos ayudamos
y cada uno llevamos nuestra pena como mejor podemos.
El otro día escuche una entrevista
que hacían a Julio Anguita. Decía que el comunicar a su mujer la pérdida de su
hijo fue lo más duro que ha hecho en su vida, también decía que el grito de una
madre al conocer la muerte de un hijo es lo más sobrecogedor y angustioso que
un ser humano pueda escuchar. Así es… Así fue: el grito de tu madre al conocer
la noticia, fue desgarrador, fue un alarido salido de las entrañas donde te
concibió, un alarido que eriza los cabellos y encoge el alma.
En cuanto a mí… Regreso a casa,
abro la puerta y tú no estás y cuando observo tu habitación, ahora ordenada y
silenciosa, que parece esperarte, siento una sensación de vacío indescriptible
que se repite día a día como un eterno castigo.
Por la noche cuando el sueño me
elude, me adentro en oscuros pensamientos que no logro ahuyentar; me asomo al
abismo profundo y temo caer, el corazón se sobrecoge y quiero huir,
engañar mi mente; lo intento, pero como
una noria, vuelvo al punto de partida una y otra vez.
Y es que no, no hay belleza en la
muerte. No hay nada espiritual en ella. Es tan solo un fogonazo cegador que
como un hacha resplandeciente acaba con todo, un terrible fogonazo que arranca
de cuajo lo bueno y hermoso dejando como pago un silencio profundo que
atormenta el alma.
Cuando te fuiste, no acudieron
querubines alados, no se abrió el cielo emitiendo un rayo de luz, ni se
desplegó ninguna escalera floreada. No, no sonaron arpas celestiales.
Tan solo quedo silencio, un
silencio atronador que se apodero de mi
corazón engulléndome en un océano de ausencia infinita, un silencio que
ralentiza el tiempo, un silencio vacío cuyo cruel objetivo es borrar el
recuerdo.
Maldigo el silencio, maldigo el
destino y maldigo la muerte.
A veces alguien me pregunta como
estoy. Suelo responder “tirando… poco a poco… algo mejor…”; aunque para mis
adentros creo que es imposible expresar mi estado de ánimo.
Alguna vez te he comentado que
era increíble como Edward Munch representaba en sus lienzos el frio y la
desesperación. Hoy creo que se queda lejos de lo que siento. Solo he encontrado
una representación artística que refleja fielmente mi tristeza. Es una pieza
musical que quizá no tuviste ocasión de conocer. Yo seguramente la había
escuchado antes; pero no había reparado en ella hasta después de tu partida.
Se trata del preludio no 4 de
Chopin. Fue oírlo y pensar “eso es lo que siento”. No hay palabras, ni nada que
pueda expresar tan acertadamente mi dolor como esta pequeña composición.
Creo que la música tiene algo que
empapa el alma como ninguna otra representación artística. Este preludio es una
pieza corta, bella y triste, infinitamente triste, como es triste esta espera
constante que sé que nunca tendrá fin.
Irune, hija mía; te quiero con toda mi alma, te quise estos 19
años que nos has acompañado y te seguiré queriendo hasta el fin de mis días
como solo puede querer un padre al que has hecho inmensamente feliz.
Siempre te querré, siempre te llevare en mí corazón y siempre te
esperare.